Lo intento todos los días, todas las tardes, todas las noches, pero me venzo sola.
Lucho contra mi misma, conmigo misma; busco huir de mi cuando lo único que debería hacer es abrazarme eternamente y hacer las pases con mi cuerpo, con mi alma.
Llevo dos días necia, retrocediendo e intentando destruir lo que en mucho tiempo me costó lograr: equilibrio. Soy mi propia enemiga, y quién más que yo puede causarme tanta destrucción en pocas horas.
Ayer, cuando terminé de embutirme esa hamburguesa sonreí, y no exactamente de placer, si no de convicción, de que una vez más había fracasado. Salí del recinto colorido en búsqueda de algunos ojos que se compadecieran de mi, y fue donde mi cuerpo inerte se desplazó hacia la heladería, pidió una copa con nombre de mujer y, sin vergüenza, un miserable vaso con agua. Estaba hecha. Intente disfrutar el segundo aperitivo, y en el proceso recordé mis intensas sesiones de ejercicio y las veces que negué aceptar un plato de comida de casa, ensimismada en el bendito brócoli y pedazo de pollo sancochado; recordé las noches amargas, de los litros de agua, de las madrugadas corriendo hacia el baño por aquellos laxantes empipados la noche anterior, el nerviosismo en mis manos, la palidez y toda la mierda que produce mi estado mental. Terminé por disfrutarlo, total, lo hago rara vez al año.
Me dije que no volvería ocurrir, que volvería a la rutina saludable y dejaría, una vez más, el mal hábito de buscar amor en porquerías.
Pero no, no fue así. Cuando te metes a esta cojudez, se pierde el control y, como era de esperarse, volví a caer. Esta vez gasté menos dinero para saciar el delirio, pero dinero mal gastado al fin y al cabo.
Quiero salir, quiero huir de mi cuerpo una vez más. No me culpo por ser tan infeliz, buscando la perfección en donde no cabe perdón.
¿Cuándo empecé a caer en este juego estúpido de complacer a mis entrañas cuando en verdad lo único que necesito es alimentar mi alma?
Otra vez soy yo vs. yo, y quiero volver.