viernes, 24 de agosto de 2012

Nunca digas jamás, nunca.

"Desde hoy por la mañana he recuperado misteriosamente mi virginidad. No trates de entender porque solo quien es mujer sabe lo que digo..." 
 A orillas del río Piedra me senté y lloré. - Paulo Coelho.

Él había puesto el paraíso a mis pies.
Había sacado de mi lo mejor y lo peor.
Para cuando lo conocí no sabía quien era, buscaba dentro de mí y no me hallaba.
Al mirar en sus ojos pude ver mi reflejo, vi lo impalpable, lo irracional de mi ser.
El placer que sus ojos reflejaban eran incomparables a lo que los mios podían sentir.
Me perdía en su mirada, en su ser, en la forma mágica en la que sus dedos me tocaban, sin tocarme al mismo tiempo, moviendo todo en mi, haciendo de esto una guerra interminable no con él, si no conmigo misma.  No quería gozar al máximo, me limitaba en el disfrute. Tenía que ser precavida, no estaba permitido enamorarse.Todo eso que creía que le pertenecía a alguien más, no existía ya. Simplemente no le pertenecía. Descubrí que era suya a partir de ese momento, no había pasado que me tuviese ya.

Crucé la esquina, lo vi desde el paradero y no había cambiado mucho. Prendió un pucho, me hizo acordar los viejos tiempos, esos en donde nos sentábamos a hablar de la vida en Alonso de Molina, hacía dos años, un poco más o menos, quizás…

Me miro y un tímido “Hola, ¿cómo estas? “ - salió espontáneo de nuestros labios, casi al mismo tiempo. Y fue incómodo, porque no sabía si besarlo en la mejilla o qué. 
Ambos estábamos sorprendidos o nerviosos, no lo sé. Yo temblaba y no sabía que decir. Lo habíamos planeado la noche anterior y no había tiempo para arrepentirse.
Fue un momento en el que no me hallaba en la situación, todo parecía extraño. Demasiado perfecto para hacer una historia de amor, sin amor, creíble.


Estando a su lado, descubrí que lo que sentía por él hacía tiempo, jamás se había ido. Su mirada era la misma, nada en él había cambiado. Su voz, de por si me excitaba. En ese momento tuve el primer orgasmo de la tarde: el placer de sentirme envidiada por cualquier mujer que me vea. A mi lado estaba el hombre más perfecto del universo. Perfecto para mí, no me importaba el resto.
Me tomó de la mano y caminamos sin rumbo. Dimos unos pasos y se armó de valor para coger un taxi e ir a donde el destino nos llevase… a donde él tuviese planeado, en verdad, porque por un momento me desentendí de la situación y quise sentirme ajena al momento.
Muy cortés, me abrió la puerta del taxi.
Listo, aun no sabía el destino. Estaba con él, total, ya nada podía salir mal.

La conversación para el camino la inició él ya sin timidez. Escuchar su voz me daba esa calma, la paz que necesitaba. Me dijo que yo había cambiado mucho a la última vez que me vio, y sé que no se refería a la vez que nos cruzamos cuando él estaba acompañado de ella, o cuando hace algunos meses se cruzó en mi camino como “mi amor platónico” o el tan esperado “amor de mi vida” manejando el carro de su mami… Me vio distinta a aquellas mañanas en las que salía de clase corriendo para verlo en el lugar de siempre, a aquella última vez en la que me propuso algo indecente echados frente al edificio de medicina en la universidad… Me vio diferente y mejor, a lo que él se refería con mi físico. Y efectivamente, doce kilos habían sido eliminados de mi cuerpo por falta de autoestima, y aun así no era suficiente, y con miedos me aventuraba a enseñarle de mi todo, lo que muchos otros ni siquiera han visto en la playa…

Llegamos al destino, me sentí incómoda cuando pagó el taxi, me sentí conchuda por un momento, pero anoche él dijo que se encargaba de todos los gastos.
Amor, a cambio de placer mutuo. Ese era el cheque millonario que yo recibía de recompensa.

Dije que jamás pisaría uno. JAMÁS.
El dicho: “nunca digas nunca” no sirve en esta historia. Que yo recuerde, jamás dije nunca. ¿Por qué tenía que cumplirse el dicho entonces?


Entré con miedo, era un lugar conocido ya que la ruta era concurrida por muchos. Los nervios hacían que caminase rápido. El “es aquí” hizo que se me acelerara el corazón a cuchucientosmil por hora. Tenía la sensación de que alguien que me conocía estaba tras mio, o delante mio, o en alguno de esos carros estacionados en el semáforo de la Av. Circunvalación. “¡¿Es broma?!”, dije. Soltó una carcajada y un “no” salió de su boca, mientras me abría la puerta de aquel lugar sin salida.

Se me nubló todo. Mis piernas temblaban.
Lo que estaba ocurriendo definitivamente era un sueño. No podía ser capaz. Era increíble.
Mientras el hacía los trámites, yo solo miraba el vacío, intentando hallar seguridad en cualquier punto ajeno a mi. No podía dar marcha atrás. Él estaba ansioso, más nervioso que yo, imposible. No recuerdo en que momento subimos hacia el destino que ambos trazamos sin miedo a perder la vergüenza. 

Todo era verde, me refería a las paredes de los corredores.
No estoy segura si subimos tres o cuatro pisos. Ya estábamos dentro del infierno.
Siempre tuve la idea que al entrar a uno de estos escucharía mil huevadas de habitaciones vecinas, pero me equivoqué, quizás para mi suerte, y salud mental, aun nadie empezaba a disfrutar de su desdicha, o quizás ya habían terminado, o qué se yo. Debía concentrarme y dejar el miedo. Esta era la situación, nuestra situación. Lista o no, de alguna manera teníamos que empezar.

Intenté ser dulce y mi lista de pendientes empezó a ser tachada.
Lo besé.


Creo que beso mal. No sé. O fueron los nervios. No sé.
Reímos los dos al mismo tiempo, era momento de dejar de hablar y empezar a bailar.


Creo que fui torpe a quitarme la ropa, me hubiese gustado ser algo más femenina, le echaré la culpa a las ganas, definitivamente ganaron.

Silencios profundos nos acompañaban contradiciéndose al mismo tiempo con gemidos repentinos. Esos gemidos sin ruido, aquellos que escuchas solo en tu cabeza mientras el besa partes jamás nunca besadas. Ya estábamos en el juego, con inseguridades o no, decidí seguir su andar. A media luz, todo perfecto. La travesía estaba dispuesta a continuar.

El placer de su mirada, sus labios cuando recorrían mi piel. La magia de su cuerpo, sus manos, sus dedos, su espalda, sus piernas...
Mi cuerpo llegaba al climax mientras el jugaba a portarse bien. Mi alma no conocía de prejuicios, mi cuerpo no me pertenecía, lo había perdido en el momento en el que me hizo suya por completo.  Cerré los ojos y me aventuré, me dejé llevar…
¿En qué momento terminamos siendo esclavos el uno del otro?
“Déjame hacerlo, yo quiero complacerte. Déjalo en mis manos.”
En tus manos, en tu cuerpo, en tu ser, pensaba…
Dejé que llevase el ritmo, se adueñó de mí ser, recorrió mi cuerpo despacio. Conocía cada punto de quiebre, cada detalle, como si me conociera de antes, como si este no fuese nuestro primer encuentro.


Tocó lo inimaginable, y sin tocarme, también, me hizo el amor con su mirada. Me dejé llevar, me entregué por completo. A media luz, podía vislumbrar su silueta. Admiraba el compás, su ritmo, lo insensato, lo irreal. No estaba loco, solo era él mismo. Nuestros cuerpos se entendían a la perfección. Dos almas que se hacían una en un ritual interminable.

(…)

Pasaron segundos, minutos, horas, no sé cuantas, ni interesaba. Me había perdido en el infinito.
Prendió un pucho, se recostó en la cama. Sutilmente me recosté en él, abrió sus brazos y se me escapó una estupidez:
Quisiera quedarme contigo, así, para siempre.
Él solo sonrió, y siguió fumando…

(…)

Las memorias de un suspiro, los recuerdos de infinitos gemidos plasmados en mi mente, en mi ser, en mi alma, en mi corazón, en mi piel... Que desdicha la mía el poder recordar el sabor de su piel, su aroma, la forma en la que me hacía el amor. Su mirada, tan profunda, inevitable ausencia de su ser. Era mágico, aún lo es.