Salí de casa con la intención de correr, tenía en la cabeza mil demonios y necesitaba desfogar el estrés. Mi celular estaba sin batería así que no hubo música esta vez, lo dejé en casa cargando y me aventuré por salir así.
Mallas negras y polera turquesa, no estaba en mi onda hoy, pero necesitaba respirar diferente. Llevaba media hora caminando, definitivamente mi cuerpo no funciona sin música cuando se trata de correr. Hacía 10 minutos que él iba tras de mí, hablando entre dientes, no sé, no le presté atención porque creía que, al igual que yo, tarareaba alguna canción. Llevaba demasiado tiempo cerca de mí así que apresuré el paso, él también aceleró. Por unos segundos me nublé, a mi cabeza vinieron recuerdos absurdos y mi estado de ánimo cambió en cuestión de segundos: ya me encontraba agitada, con el corazón a mil, ojos llorosos y el alma queriendo salir de mí… Cuando de pronto, aquel hombre extraño pasa al lado mío, empujándome. Supuse que estaba apurado y no dije nada, me sacó del estado soso en el que me encontraba, pero para cuando reaccioné, ya era tarde: lo tenía frente a mí, apuntándome con una pistola en el estómago: “No digas nada y dame tu celular”, susurró. No pasaban carros, no se escuchaba gente; me quedé inmóvil, tenía ese fierro acuñado en mi estómago y cuando quise responder que no traía celular, repitió la frase, esta vez escupiéndome saliva en la cara: “¡Dame tu celular, carajo!” Cogí el fierro de la manera más absurda, arriesgándome a que jalara del gatillo, alejé el arma de mi cuerpo y le grité que no lo tenía, me moví hacia un lado y me bastó parpadear para encontrarme sometida al cogoteo. Me arrinconó en una reja negra, sentí su miembro erecto rozando mi trasero, sus labios pegados en mi mejilla derecha, mientras una mano colocaba el arma en mi boca, la otra se metía entre mis piernas. No lo voy a negar, me excité. Lancé una carcajada y le pregunté cual perra en celo “¿Me quieres cachar?” y fue cuando me lamió la cara. Cerré los ojos y no pude sentir más que asco, en ese momento (me) deseé lo peor. Le cogí duro los huevos y le dije “Cáchame, pues”, mientras una lágrima caía sobre mi rostro. “¿Quieres que te cache?” Me sentí perdida. Recordé mi primera vez, recordé la vez que un cerdo asqueroso me violó, recordé el dolor, recordé su rostro de placer, recordé el silencio, recordé mi llanto y el momento en donde me pidió perdón seguido de un “no quise hacerte daño”…
El tipo me soltó, yo aún seguía pegada a la reja, pude ver como se metió la pistola a la altura de la cintura, entre su estómago y el elástico del buzo, mientras no me quitaba la mirada de los labios. Me cogió el culo, me dio una nalgada y cuando intentó acercarse a mi rostro, volteé la cara, la metí entre la reja, con la intensión de meterme dentro de ella y se fue, se fue. No lo sentí más, se fue, solo se fue. Tuve miedo de voltear, tuve miedo de seguir respirando si quiera. No tengo idea de cuánto tiempo estuve con la frente metida en esa reja. Aún sentía sus manos en mi cuerpo, aún sentía el fierro en mi estómago, su aliento a marihuana en mi rostro…
Me senté en la vereda, al pie de la pista; me abracé a mis rodillas y deseé estar en casa. El cuerpo me dolía, tenía miedo de abrir los ojos. Escuché tres veces el ruido de un claxon, me atreví a levantar la cabeza y la luz de una camioneta me apuntaba la cara. Me paré de inmediato y caminé, caminé a casa media viva, media muerta.
Hoy más que nunca deseé ser violada otra vez, hoy más que nunca deseé estar ya muerta.