Debería vomitar tus recuerdos para olvidar que me gustas, que aún te quiero. Para que una palabra tuya ni cambie ni sane mi mundo. Para que un beso tuyo, aunque en la lejanía, no nutra tanto mi alma y me dé alegría capaz de volver blanco el más negro infierno subterráneo.
Tendría que dejar de sentirte, pero no puedo. Te llevo tatuado con tinta indeleble y, una señal tuya, cual ser mesiánico de una religión reveladora, me basta para olvidarlo todo, para enterrar aquello que fue malo.
Deberías no volver hacerme sonreír, perdiéndome en la búsqueda de lo que no dices y evitas; de esa mirada de azabache que me inquieta, que me confunde; apartarme del puzzle que eres para mi: uno que nunca acabo por la pieza que me falta, esa que no me das.
Y pienso en las mil posibilidades para vomitarte, pero luego apareces con tu simple ser cotidiano, extraño, normal, un tanto ególatra, y sólo soy capaz de ver lo bueno en ti, tu luz, mi paz.
Aquí me quedo yo, pensando en si meterme o no los dedos a la garganta para forzar el vómito, con el deseo de ser la dueña de lo que no dices, de lo que no haces.
Aquí me quedo, con los deberes para ayer, hoy y mañana. Todo lo que escribí mientras no mirabas, mientras no estabas.