martes, 9 de febrero de 2016

Paloma wanna be.

Cada vez que veo a una prostituta le sonrío. Algunas me miran con indiferencia, otras me ignoran, miran a través de mi como si fuera invisible. No existo.

Hoy caminé por sus calles, y me sentí una. Me encanta verlas, observarlas, analizarlas y desvestirlas con la mirada. Me siento identificada. Me veo en ellas. No por su profesión, pero quizás sí por su actitud. Se hacen notar, y tras su inseguridad, se sienten dueñas y libres de su cuerpo, dispuestas a complacer a cualquiera que pague por sus servicios.

Pocas son las veces en que llego a profundizar en sus miradas: ojos vagabundos, llenos de vacíos. Supongo que por más buenas putas que sean, lo que hacen no es por amor, si no por necesidad. Necesidad de vida, dinero. ¿Placer? No sé.

Me gustaría pagarle a una puta y no para que me cautive con su sexo, si no para verla en acción. Más que morbo, es incauta curiosidad. Quiero grabar en mi mente sus movimientos, sus reacciones, sus trucos y afanes. Descubrir su mundo interior. Quiero ver el anhelo de libertad, sentir como son manipuladas y, muchas veces, maltratadas y abusadas bajo consentimiento por sus clientes. Quisiera saber cómo es que hacen para no crear un lazo afectivo con la pareja de turno. 
Valientes, dignas de la porquería. 
Quiero descubrir cuál es el sentido de la vida siendo una puta: vender el cuerpo, complacer al resto. Desvestirse sin tapujo, acariciar cuerpos, fingir orgamos, hacer bien el trabajo, recoger los trapos y vestirse de nuevo.

Quizás en otra vida fui una mujer así, sin-vergüenza. Ojalá hubiera nacido lo suficientemente perra para no encariñarme con quienes me brindan calor pasajero.